lunes, 30 de septiembre de 2013

LAS VOCES DE UN POETA: José Manuel Díez, BAILE DE MÁSCARAS




 
LAS VOCES DE UN POETA

José Manuel Díez 
BAILE DE MÁSCARAS
Ediciones Hiperión, 2013 
XXVIII Premio de Poesía Hiperión




          No hace mucho que se presentaba en Madrid una antología poética preparada por los profesores Mario Martín Gijón y Rafael Morales Barba en la que se confirma lo que venimos constatando desde hace ya algún tiempo: la extraordinaria calidad y solidez de la poesía extremeña surgida en los años 80, década en la que, a mi parecer, comienza la verdadera —y con más sentido— historia literaria de Extremadura. Aquel momento que nos ofreció voces como las de Basilio Sánchez o Álvaro Valverde, la malograda de Ángel Campos Pámpano, las de Ada Salas, Diego Doncel, Antonio Gómez, Mª José Flores, Antonio Méndez Rubio, Santos Domínguez, Mª Rosa Vicente... Lo confirma porque la antología se abre con un autor nacido en 1970 —Javier Rodríguez Marcos— y se ocupa de otros, hasta doce —incluido el objeto de esta reseña—, entre los que alguno, el más joven, nació precisamente al principio de la década de los ochenta, como Urbano Pérez, de Hervás (1981). Y, además, porque la antología se titula Matriz desposeída. Últimas voces de la poesía en Extremadura (Cáceres, Diputación Provincial de Cáceres, Col. de Poesía Abezetario —b—, 2013), que, en su primera parte, toma unos versos, precisamente, de Ángel Campos Pámpano. Con eso está dicho todo en cuanto a la deuda que las nuevas voces de la poesía extremeña tienen con respecto a aquellos referentes que hoy, como es el caso de Basilio Sánchez, que acaba de publicar en esta misma colección Poesía Hiperión su obra Cristalizaciones (2013), cuentan con más de media docena de libros, con más de cincuenta años también, y que ocupan un lugar relevante en el panorama de la poesía española de finales del siglo XX y principios del siglo XXI.


Esto es un rasgo destacable en los poetas del tiempo de José Manuel Díez (Zafra, Badajoz, 1978), autor de este Baile de máscaras que ha sido reconocido con el Premio de Poesía Hiperión en su vigésima octava edición. En poetas como José María Cumbreño, José Antonio Llera, Elena García de Paredes, Alex Chico, entre otros. El trato que esta promoción —lejos, pues, de matar a sus padres— ha dado a sus ancestros literarios en el mismo ámbito extremeño. Es una mirada constructiva a la tradición inmediata que aporta a la lectura de estos poetas un punto de complacencia como valor añadido. Hablo por mí, claro, por mi experiencia de lectura. Y yo creo que esto es aplicable claramente a la poesía de José Manuel Díez; y, sobre todo, a este libro que es Baile de máscaras, expresión bien notoria de la mirada admirada a la cultura que nos salva. La constatación de la creencia en la cultura como asidero y la convicción sobre la capacidad de la palabra de los otros para explicarnos, para interrogarnos, para hacernos mejores. Lo escribió José Manuel en su  «Intento de poética» —en Matriz desposeída: «Opino que no hay poesía sin duda ni asombro. El buen poeta debe saber despertar esa duda y ese asombro en el lector. Una duda y un asombro que el poeta tan sólo revela o, a lo sumo, identifica como propios en su universalidad, pues ya pertenecían al lector mucho antes incluso del acto de composición de los versos. Tal debe ser el principio básico de mi poesía: la universalidad del individuo.» (pág. 157)


          Esa dirección que va de lo particular a lo universal está en la poesía de José Manuel Díez y está en este libro; está en todas y cada una de las figuras participantes en esta sinfonía poética, en este baile de máscaras; sea un renombrado pianista como Chopin o un desconocido jornalero de Zafra nombrado por el poeta y convertido en realidad textual. Porque desde estas figuras, desde sus particularidades, extraemos el sentido universal de una existencia, de un momento, de un pensamiento, una decisión... Así, nos hallamos ante una voluntad, la del poema, sugestivamente incitativa a la lectura y evocación de situaciones que se materializan en muchas modulaciones poéticas, desde el poema amoroso al metapoético, desde la confesión íntima hasta el alegato social, todo a partir del recurso del monólogo dramático como desdoblamiento efectista, en el mejor de los sentidos.


          El autor nos conduce a un baile, es decir, a una reunión festiva, celebrativa; pero también concertada. Me parece por tanto un acierto este título para un libro que contiene todo esto. En definitiva, estamos ante una convocatoria colectiva, ante una reunión de figuras que no sólo están en las muchas—principales y secundarias— que se dejan ver en los poemas; sino en todas aquellas que el poeta ha querido que participen en las «Acotaciones» finales con las que se cierra el libro y que son muestras del sentir y del ser de José Manuel Díez. De esa manera, su autor no sólo logra que nos hablen en el poema, sino que nos sintamos partícipes o cercanos a los referentes que lo sostienen. Además, no sólo están las máscaras más visibles, sino aquellas otras que participan colectivamente en el poema. El público que asiste a un teatro en Buenos Aires, los alumnos de la profesora Assia Djebar, las mismas figuras representadas en las fotografías de Manuel Armengol, los soldados del coronel Harold Moore en Vietnam..., y, por supuesto, los lectores, que encuentran en el libro un culturalismo escasamente distanciador, voluntariamente transparente en la mayoría de los casos, a pesar de que hay un predominio de textos que remiten a una tradición literaria no hispánica. De los treinta y nueve poemas, en tan solo media docena escasa hay referentes artísticos de ese linaje, de Diego Hurtado de Mendoza y Luis de Góngora, a Pablo Neruda o Antonio Porchia. Porque la población principal de Baile de máscaras, proveniente de otros estratos, artísticos (el cineasta René Clair, el fotógrafo Man Ray) o no artísticos (el etnólogo Robert Lehmann, el matemático Lennart Carleson), supera todas las geografías y culturas en un afán totalizador que añade aún más sentido al conjunto. Y nótese además que el denominado «Índice de poemas» deja reducido el título completo de los textos —«El poeta Muslih Saadi intercambia opiniones sobre la felicidad con un grupo de mendigos sufíes supervivientes de la invasión mongol en Persia (Jardín de Bag-E-Firuzi. Shiraz, 1257», «El coronel Harold Moore habla a sus soldados horas antes de la primera batalla de Estados Unidos contra las tropas norvietnamitas (Valle de La Drang. Pleiku, 1965)», «La periodista Leslie Foreau escribe una carta al diario Le Progrès donde narra la historia de la heroína Soropu Nsegue (Oficina de Correos. Guinea Conakry, 2003)»— a una simple relación onomástica —Muslih Saadi (Shizaz, 1257), Harold Moore (Pleiku, 1965), Leslie Foreau y Soropu Nsegue (Guinea Conakry, 2003)— que aporta ese carácter de sugerente censo de máscaras evocadoras que tiene el libro y que se articulan en función de un criterio cronológico que recorre los siglos XIII (un poema), XVI (dos poemas), XVII (tres poemas), XVIII (el dedicado a Casanova), XIX (tres poemas), XX (con el mayor número, veinticuatro) y XXI, tiempo presente en que se fechan los cinco textos finales, siendo el último el que hace hablar a un anciano Derek Walcott que desde su Caribe en 2011 rubrica una especie de colofón desengañado en un verso —«de lo escrito por nadie para nadie»— que parece emblema jubiloso de un Baile de máscaras escrito por todos para todos.


          El libro de José Manuel es un ejemplo de sensibilidad poética a través del uso de la tradición cultural como pozo en el que beber para explicar las situaciones del presente. La combinación que hay en este libro entre la subjetividad y lo colectivo permite considerarlo como la brillante puesta en práctica de las palabras arriba referidas de José Manuel Díez en su poética, sobre lo individual y lo universal. Por último, su sentido social y cívico le añade otra necesidad, otro significado; y es un ejemplo de la personalidad de esta voz poética situada en un contexto preciso, el de un mundo a veces incomprensible en un nuevo milenio en el que, al menos, pervive la buena poesía. Es de agradecer.








lunes, 23 de septiembre de 2013

Daniela Camacho [imperia]






Daniela Camacho
[imperia]
Fundación Editorial El perro y la rana, 2013. 



Por Lydia Zárate
 
La memoria es un péndulo temible. 

En la geografía de la memoria hay jardines letales como patrias de lo adverso. Reinos parecidos a la avidez y a la infancia: cuerpos que vuelven de sí mismos.

Así aparece [imperia]. Como un jardín de lo voraz, con su signo de cuerpo hendido a cuestas. Es una caja de música terrible. Es furor. Furor y serenidad de todo. 

En ella resuena el corazón de lo que arde, la anatomía de lo aciago: un infortunio trepante como piedra preciosa que se lleva en lo invisible para consumar el verbo de la devastación.

Pero el epicentro del terremoto se ubicó en la autora.              
                                           
Llegó en 1980. Desnuda. Precipitada sobre la constelación de escorpio.

Aprendió a hacerse al exilio sin más asidero que el pavor, como si con eso pudieran prevenirse los desastres. Porque la infancia. Porque el terremoto. Porque el cáncer. Porque la brutalidad la descubrió sin instrumentos. Porque el equilibrio es precario cuando el enemigo permanece invisible. Inesperado.

Aprendió a entender la catástrofe como espacio último de redención. El desamparo y el delirio por alienación del aura. Porque el peligro que no se ve no existe. Hasta que alguien en el momento menos esperado te ordena ponerte una máscara que es igual a ti misma.

Daniela Camacho, con su peso específico de nebulosa y relámpago, nos enseña a enmudecer en todos los modos posibles, llevando hasta los territorios de lo puro el atado de sí misma, que retiene el resplandor de las alondras. Turbia, todavía, volveré a la noche, volveré al jardín:
voy a desenterrar perlas para alumbrar la casa…

[imperia] es la niña ensimismada que habla por la hecatombe. La pureza por aislamiento.

El bosque viene para tomar de ella la sangre alucinante.

Algo se cierne sobre el tiempo de los cuerpos: la destrucción y el resplandor. 

Cuerpos exhaustos y deslumbrantes que arrastran sus piedras pequeñitas de vuelta a la infancia, ese silo de bestias y osamentas.

Hay en ella una gravitante simetría de la catástrofe, una geometría del derrumbe:

Carcinoma dice en letras negras: 240 metros para la levitación de un cuerpo.

Dos adolescentes saltando desde el rascacielos de Ikebukoro: tiempo detenido uno dos veinticuatro segundos

detenido.

el tiempo

Hay contingencia y desacato, revelación. 

Hay la alucinada que se dice a sí misma y se detiene ante su propio estupor de visión delirante.

Hay la alteridad. Lo iterativo. El encierro, la promiscuidad, las células oscuras del deseo se están multiplicando: islísima mía, ¿cuántos cuerpos hacen falta para serenarte?

Hay en ella un balbuceo lucidísimo, terrible. 

Un delirio de ráfaga y ballesta. 

Hay la belleza que rompe, la entrañable muerte por purificación. Por atravesamiento.

Pero eso es porque llegó desnuda 

precipitada sobre la constelación de escorpio

porque hay que ser ángel o violeta degollada
 
porque hay que morir despacio
y para siempre
.







lunes, 16 de septiembre de 2013

Cuando la musa de la poesía es la música: "Tabula rasa", de Nuria Ruiz de Viñaspre y Ana Martín Puigpelat




Nuria Ruiz de Viñaspre y Ana Martín Puigpelat
Tabula rasa
La Garúa Libros, 2013


Unir poesía y música: ritmo, armonía, cadencia… términos asociados a ambas disciplinas, tantas coincidencias y sin embargo, ¿cómo ilustrar la música con palabras?

Tábula Rasa se presenta en canon de la mano de Nuria Ruíz de Viñaspre y Ana Martín Puigpelat a las cuales antecede un preludio de prólogos a cargo de Andrés Máspero y María Antonia Ortega. Polifonía de versos a lo largo de la historia de la música, desde el medievo al minimalismo de Arvo Pärt.

“Ut musica poesis” sería el eje central del poemario, reinventando el tema de la estrecha relación entre pintura y poesía (Ut pictura poesis) que los tratados de arte y literatura de los siglos XVI-XVII abordaron. Pero en este caso las autoras no buscarán una superioridad de ninguna de las dos partes (música-poesía) sino que actuarán en una agradable simbiosis donde nadaremos por versos que nos llevarán por alusiones, explícitas o no, a las diferentes obras musicales  y a los sentimientos que las crearon o que crean.

Así vamos escalando de -Do a Do- entre emociones intensas y pasionales; leves y volátiles; y otras más metafísicas… construyendo una melodía atonal que varía el tempo del corazón desde el más Grave al Prestissimo arrebatador tras leer «no es que la música me lleve a ti/ o tú a la música/ es que te has metido dentro de la música».

Pasamos por toda la geografía terrestre sumergiéndonos en el dolor de un Réquiem y la gracilidad de una Romanza. Sonatas y Caprichos que nos hacen escuchar y re-escuchar grandes obras de la música ahora vistas, sentidas y contadas por estas dos autoras que uniendo sus batutas nos obligan a abrir los sentidos  y a dirigir nuestra mirada y nuestro oído a la música clásica.

Este recorrido escoge como puerto de salida “Ah! Mio cor! Schernito sei!”. Empezar con Häendel es humanizar la poesía, analógicamente a la revolución que este compositor ocasionó en su época. Preocuparse por el común de la población, ¿nos suena, no? Ironía maldita hoy día. Aquí, pleno barroco, los vasos sanguíneos pasan a ser cuerdas de violas y violines, tensadas. 

Tras este poemario no se podrá concluir más que con un «Alabemos a la unidad» de estas dos autoras, de la música y de la poesía.