lunes, 27 de mayo de 2013

"La orientación de las hormigas", de Cristian Alcaraz






Cristian Alcaraz
La orientación de las hormigas
Renacimiento



pájarodistanciaciudad

Cristian Alcaraz (Málaga, 1990) acaba de publicar su segundo poemario. Con veintidós, publica en Renacimiento La orientación de las hormigas, Premio Andalucía Joven de Poesía 2012, aunque no es nuevo en esto. Ya debutó en 2010 con Turismo de interior en la editorial cordobesa La bella Varsovia, tras hacerse con el premio que convoca la propia editorial, el Pablo García Baena.

            No obstante, la inexcusable juventud de Cristian no debería desviarnos del grano en la paja, y es la calidad de su obra. Sorprende, de entrada, la coherente evolución literaria que ha seguido el autor de un libro a otro. Si el primero nacía de las preguntas de una adolescencia-casi-niñez, con ese discurso fresco, actual, certero, La orientación de las hormigas presenta nuevas cuestiones acordes a otro estadio vital donde la incertidumbre ya no es una sospecha, sino un hecho: “Qué habitación será la definitiva./ Qué carretera./ Dónde dejar una vida./ En qué habitáculo.”

            Cita Cristian a Pablo García Casado o a Bukowski como referentes poéticos, y responde su poesía a esta afirmación de manera prístina: apreciamos al primero en la forma, y al segundo en el fondo. Juega el autor con la voz que crea, a veces real, a veces ficticia, y habla sin pudor de sexo, de sentimientos, de la familia, las relaciones entre los seres humanos, y no sólo es la falta de pudor, sino los escenarios, las imágenes que emplea, sin duda herederas del realismo sucio. “Soy, desde hoy,/ la hormiga que lleva sobre sus hombros/ las vísceras de los que han caído.” No es de extrañar, por tanto, que Erika Martínez defina el libro en el texto de la contraportada como, “en un sentido joven y feroz, un poemario escatológico”. Durante la lectura, da la sensación de que en cualquier momento las páginas fueran a supurar verso a verso.

            El libro emprende un juego con la dualidad entre la humanidad y el mundo animal, encarnado principalmente por insectos –las referencias a Kafka son evidentes-, y es aquí donde se aprecia principalmente la evolución temática en la poesía de Cristian: ya no se trata de un recorrido por su cuerpo, por su experiencia, por sus inquietudes personales, ya que todo ese prisma trasciende, a vuelo de pájaro, a la ciudad y sus afueras, y pareciera que las reflexiones del poeta pudieran extrapolarse a toda una generación. “Pienso yo dormido/ en el momento justo antes de chocar en la mediana./ Cómo viaja el copiloto hasta su silueta,/ cómo los CD’s, cómo los niños sin vacaciones/ este año.” También se encuentra esa dualidad, como en su primer libro, en las dos caras de una moneda, cuando todo objeto, toda causa, toda pregunta que nace de la inocencia se rompe en mil pedazos con una inclemencia inusitada. Es en los poemas más íntimos donde resulta más claro este desdoblamiento: “Como un niño/he marcado mi ropa interior/ y he regresado al mundo con un fusil/ para quedarme.” Cristian ha crecido, probablemente a hostias.

            En definitiva, La orientación de las hormigas nos habla de la entrada en la edad adulta, del miedo, de las personas. El cuerpo que se desmiga a través de las páginas podría ser el propio mundo desmoronándose ante la impotencia de los hombres. Se trata de un gran paso en la carrera de Cristian Alcaraz, una figura a tener muy en cuenta en años venideros. Con todo, él se conforma con menos: “Y soy feliz porque no me queda nada.”

lunes, 20 de mayo de 2013

"Hay una araña en mi clavícula", de Sara Herrera Peralta


Sara Herrera Peralta
Hay una araña en mi clavícula
La Garúa, 2012

Por Carmen Rocamora



Inventar arañas no es cosa fácil.
Se debe tener tiempo
y una cabeza llena de bichos,
luego hay que ser paciente.

                                   Sara Herrera Peralta.

Hay una araña en mi clavícula se vuelve un cuaderno de recuerdos desde el momento en que caemos en la telaraña de versos en que Sara Herrera Peralta nos atrapa, una telaraña embudo que conduce a través de imágenes de su familia, de la familia de todos al fin y al cabo y de la vida de ahora y de antes, pues quizá es esta generación de ahora la que más se va a parecer a la de sus abuelos.

Pasar de página ha sido un escorzo de pecho tras otro, una línea serpentinata que no ha logrado evitar del todo clavar versos muy hondo. Así, sin dejar indiferente ni al más reacio Sara nos hace volver a lo sencillo, todos tenemos unas raíces guardadas en un lugar más o menos recóndito que la autora prácticamente obliga a desempolvar.

Los pilares de referencia sobre los que se apoya la autora son la escritora Simone de Beauvoir (más escritora que esposa) y la escultora Louise Bourgeois quien gestó las famosas esculturas de arañas colosales; partiendo de estos epicentros nos aclimatamos para comenzar a balancearnos en la telaraña que nos presenta la autora sirviéndose de la palabra como un don otorgado por dioses, retando a la misma Aracne.

A veces los poetas necesitan dejar a un lado “sexo, drogas y rock & roll” y regresar a lo puro, lo común y sencillo, a lo pequeño. Quizá el centro del seísmo de este poemario sea la figura de los abuelos tratados con esa ternura actual y cercana, abuelos siempre sabios, conscientes, transmisores de la sabiduría como una fuerza que por convección jamás se destruye; figuras clave para caminar por un presente con vistas a un futuro muy del pasado.

Sara con la protección de la araña, “Construiré una fuerza en la que me refugiaré para siempre” (Simone de Beauvoir), va rescatando valores, haciendo que cada coma sea una pausa para repostar: tragar saliva-pestañear y seguir leyendo.

Una araña paciente y silenciosa,
vi en el pequeño promontorio en que
sola se hallaba,
vi cómo para explorar el vasto
espacio vacío circundante,
lanzaba, uno tras otro, filamentos,
filamentos, filamentos de sí misma.

Walt Whitman.

La conclusión al finalizar es la toma de conciencia al fin y al cabo de la enfermedad del tiempo, de la vida; de la-enfermedad-de-la-vida, la vida como una enfermedad más o menos grave en la que coleccionamos síntomas, viajes, añoranzas, ternura…que quedan reflejados en las páginas de Hay una araña en mi clavícula.

Es alzar las manos
el primer paso,
sentirnos enfermos
ante la enfermedad.






lunes, 13 de mayo de 2013

La rasgadura de los envoltorios: "Rasguños" de Nieves Chillón





Nieves Chillón
Rasguños
Vitruvio, 2013


a es un poco de sangre, roja como la tierra, que cubre las heridas. en un proceso de cicatrizacioa identidad y el yo, pero tamb
Nieves Chillón nació en Orce (Granada), en 1981, y actualmente trabaja como profesora de secundaria en un instituto de Huéscar (también Granada), donde reside. Aunque esta información no sea necesaria para entender y disfrutar de su poesía -que no es poesía rural-, no he podido dejar de preguntarme si dicho medio no alcanza, como una suerte de influencia telúrica, también a su poesía. No en vano, sus poemas, del primero al último, están llenos de tierra, y cuando ésta no aparece directamente, aparecen las raíces, los troncos o las ramas que somos. Pero, ¿cuál el territorio al que se refiere Nieves? Es la tierra de aquí, pero también la de allí -como nos dice, citando a Mahmud Darwish. Es la tierra en abstracto, pero también en concreto. Es la tierra el origen, pero también el fin. Y es la tierra, en definitiva, la patria, el hogar, la identidad y el yo, pero también el mundo, la intemperie, lo comunitario y el tú. Además, como se sabe, también es la tierra el símbolo de lo femenino, en contraposición al celeste masculino: “El diente convertido en hombre/ que al nacer y morir rompe la tierra.” La muerte como sexo, y el sexo como herida, pero también como alumbramiento. Porque en estos poemas, y creo que estarán de acuerdo con ellos, la vida se convierte en un proceso de cicatrización y de renacimiento, y la propia poesía se parece en muchas ocasiones a un poco de sangre, ocre como la tierra, que seca y cicatriza. “Quédate junto a mí como si fuera árbol/ cuando yo soy de carne y cicatrices.”, nos dice. Aprender a vivir es aprender a sanar y, como buena alquimista de los versos, Nieves ha decidido cicatrizar en poemas. 

Permítanme hacer otro juego de palabras, esta vez a partir del apellido de Nieves. Nieves se apellida Chillón, y podemos decir que, al igual que El grito, de Munch, y el Aullido, de Ginsberg, Nieves chilla, nos dice que le duele la garganta de tanto hacerlo, y su chillido es matemático y melódico, medido y meditado, calculado, compuesto y descompuesto. Y es que aquí incluso el amor, como nos describe en el poema “Desigual”, parece una cuestión de aritmética. Es en esta cualidad donde reside, según convenimos, la diferencia entre el desahogo automático de una fiera enjaulada y la re-creación artística de ese ángel enjaulado en una hoja de papel, o de ese pájaro humano que tiembla ante una pared blanca, de los que nos habla Nieves. Su chillido, por tanto, busca la perfección, y mediante este método su artificio logra eso tan codiciado que suele denominarse naturalidad. Sus poemas, cuajados de metáforas, han alcanzado de alguna manera el estado de voz propia, como ese cuarto propio de Virginia Woolf, porque todo escritor conoce que su auténtica casa no se construye con cemento y ladrillos, así que Nieves no ha alquilado ningún apartamento, Nieves ha construido su hogar en sus heridas: esta es la voz de Nieves, aquí vive, en este libro abierto. Ella es la muchacha pelirroja que escribe en un aeropuerto, ella es la mujer en cuya espalda una mano dibuja constelaciones y la mano del dios que las dibuja, ella es esa Venus pelirroja que renace de la espuma del baño y la niña que alcanza un orgasmo de cielo encadenada al eje de un columpio.

Esa imagen, tan frecuente en Alejandra Pizarnik, de la poesía como cicatriz, sumada al concepto del carácter humano también como consecuencia o cicatriz de las experiencias vividas, creo que explica muy bien la elección del engañoso título de este poemario: Rasguños. Una elección acertada porque en la aparente sencillez de su significante se camuflan los semas de ambas nociones: el de la herida o rasgadura y el del carácter o rasgos. Rasguños puede leerse, incluso, como un diminutivo afectuoso de rasgos. A Baltasar Gracián, siempre dispuesto a embarazar el verbo, le encantaría este título que oculta y muestra a la vez, en un mismo vocablo, un doble significado cuyas ideas también se relacionan: la poesía como carácter y el sujeto como herida.

¿Cuáles son esas heridas, esos rasguños, de los que nos habla Nieves? O dicho de otra manera, ¿cuáles son los rasgos de la poesía de Nieves Chillón? Podríamos contestar citando a Miguel Hernández, pero a sus tres heridas (la de la vida, la de la muerte y la del amor) habría que sumar una cuarta, que es la herida de la religión. Todas ellas se resumen en la herida del tiempo, que es la de la infancia o inocencia pérdida, que es también la de la pérdida de las nociones platónicas o idealizadas del amor y de la divinidad. Los poemas de este libro son la rasgadura del envoltorio cultural con el que nos vistieron en la infancia. Por eso en ellos Dios es ese niño-amante al que dirigir nuestras plegarias, un amante aristotélicamente sensual y al alcance del tacto, pero no por ello menos divino. 

Me acabo de referir al “envoltorio cultural”, y es que en estos poemas se reitera el índice hacia el triunfo posmoderno de las superficies, de las envolturas que todo lo cubren y metamorfosean como compensación ante el profundo vacío de las ya mencionadas heridas. Y el símbolo elegido por Nieves es el de una superficie desechable. No deja de ser gracioso, además, que el mismo objeto físico del libro venga ofrecido por la editorial Vitruvio dentro de un envoltorio de plástico transparente. Son las bolsas, las omnipresentes bolsas. El sujeto como bolsa y la cultura como bolsa que ahoga y homogeneiza. “Mi ropa interior va dentro/ de una bolsa de papel/ de color rosa,” nos dice, y el sujeto deviene, al igual que en un juego de muñecas rusas, en la acumulación de sucesivos envoltorios. O el poema titulado, directamente, “Bolsa de plástico”, que dicta: “los escupideros de los coches/ aman las bolsas/ medusas que ahogan/ a las medusas verdaderas/ y a los niños desobedientes.” Recordemos que en la mitología clásica, la medusa es esa semi-divinidad que no es posible mirar directamente, sino bajo pena de convertirse en piedra. En el poema de Nieves, la bolsa se convierte en una medusa de playa, podemos verla ondulando bajo esa otra superficie de las aguas y atrapando en su interior a la medusa verdadera, es decir, a la de la Naturaleza con mayúsculas. Al contrario que la figura mitológica, esta medusa de plástico, la bolsa posmoderna, goza de una abrumadora preeminencia visual, pero posee también, al igual que aquella, la misma capacidad de petrificación o de estandarización: la subjetividad y la individualidad de la infancia desobediente ha de someterse al poder de las convencionalizadas envolturas. 

En oposición a dicha homogeneización cultural, la infancia aparece como ese gran territorio conflictivo, conflictivo porque es una dimensión perdida pero a la vez presente, capaz de desdoblar nuestra prosaica cotidianidad en una afortunada realidad disfuncional, y en muchas ocasiones nuestra única bolsa salvavidas en un entorno de bolsas a menudo cargadas de pesadas piedras como palabras -parafraseando de nuevo a Nieves-. Además, la infancia es también aquí un territorio conflictivo porque el mismo solapamiento de espacios y tiempos conduce a la perversión de la antigua inocencia, de manera que Dorothy, la niña protagonista de El Mago de Oz, pasa a ser una voz con la que conversar en noches de alcoholemia, una voz que te pide lo imposible, es decir, que mantengas a salvo, resguardado, ese universo de ensueño, cuando la confusión entre ambos mundos, adulto e infantil, es ya un hecho consumado, consumido y reproducido aquí en forma de poema.  

La última y breve composición, titulada “Paisaje final”, ilustra de manera muy nítida la clásica oposición platónico-aristotélica, como metáfora de la metamorfosis vital que supone la sustitución de unos valores celestes por la superficialidad tangible y perecedera de ese polvo rojizo u ocre, que cubre, envuelve y tiñe nuestra naturaleza, y para el cual los cielos ya no sirven de espejo, si no es a condición de mezclarse, fragmentados lo mismo que el sujeto que en ellos se adivina, entre el resto de trozos de la tierra.